Salgo del portal a eso de las once y media. A muchos les parecerá pronto, pero para mí es la hora propicia. Una vez salvada la barrera imaginaria que separa el modesto barrio donde se ubica la que había dado en llamar “mi casa”, el mundo cambia como si de un salto en el tiempo se tratara. El camino que llevaba al centro de la ciudad parecía tomado por el tráfico, apenas sí se veían personas por las calles. Es viernes, es de noche y sólo las farolas que alumbraban temerosas y los pasos de algunos despistados como yo rompen la monotonía de unas aceras que aguardan pacientes su baño diario.
Me encamino como de costumbre hacia los grandes almacenes que sirven como punto de encuentro. Al pasar por la estación de autobuses tengo, como tantas otras veces, la imperiosa urgencia de acelerar el paso sin mirar hacia adentro. He llegado a pensar que la situación de la calle donde vivo, desembocando a la vez en una estación de trenes y la susodicha de autobuses, es una especie de broma del destino. Con 26 años me veo como la persona más estática geográficamente de entre todos aquellos a los que conozco, no he salido del país (excepto un par de viajes a cierta colonia inglesa) y apenas he viajado fuera de mi ciudad. Así que cada vez que me acerco a estos lugares de partidas, despedidas y reencuentros escucho una débil voz dentro de mí que me incita a viajar a cualquier lugar donde me pueda llevar el dinero que tengo en ese momento. Por suerte esta voz es fácil de acallar, ya sea porque es mucho más fuerte la voz que me insta a quedarme, ya sea porque con lo que suelo llevar encima no podría llegar ni al otro extremo de la ciudad.
- Perdone caballero, ¿le puedo hacer una pregunta?
- Lo siento, no llevo nada encima.
Cada día el mismo tipo me pide dinero para un supuesto “viaje a Córdoba”. Vaya tela, te abordan con amabilidad y con la misma te piden un euro, 50 céntimos o lo que sea. Lo más experimentados piden cantidades menos redondas, 40, 90 céntimos, un euro con veinte… creen que así parecen más “reales”, como si nadie advirtiera que llevan en la misma esquina más de un mes.
Cruzo la calle. En la misma manzana, tras uno de esos restaurantes de comida rápida, el servicio de limpieza municipal se concentra preparando la jornada nocturna. Es curioso como menos de treinta metros separan un lugar donde se ofrece “comida basura” de otro donde la recogen.
En noches como esta, a veces, me asalta la nostalgia. Nostalgia de unos callejones estrechos, de un solo carril para cada dirección, de edificios de dos plantas abandonados, de la vieja fábrica, de las increíbles puestas de sol cuando no había urbanizaciones de más de diez pisos de altura que las ocultaran. Ahora, andando por una calle demasiado ancha para las pocas personas que circulan, me siento desplazado de la ciudad. Cada día surgen nuevas cafeterías, nuevos restaurantes, nuevas tiendas, y casi soy incapaz de memorizar los nombres de cada uno, aún menos su localización exacta. Aunque, como si de un viejo caballero que guarda un puente por el que nadie pasa se tratara, ciertos lugares siguen en pie durante más años de los que uno podría esperar. Buena muestra de esto es ese bar con la enredadera ocultando una pared exterior que suplica una nueva mano de pintura. ¿Por qué las cosas que nunca cambian son las que menos nos importan?
Ya casi estoy. Antes de cruzar puedo verlo esperándome, impaciente, dando tranquilas caladas a un cigarro que oculta un reproche.
- Otra vez llegas tarde. De todas formas el resto va a llegar tarde también.
- Ya sé, ya sé. Quería salir antes, pero de verdad que no he podido.
- Bueno, no pasa nada. Vamos tirándole.
- ¿Tienes un cigarro?
- Sí, claro que tengo.
Me dedica una mirada burlona. Tras una carcajada contenida busca en uno de los bolsillos un paquete medio vacío. Cojo uno y lo enciendo. No hace falta que decidamos hacia dónde vamos. El camino hacia el centro y los bares es siempre el mismo a seguir: el camino más largo por los lugares más transitados. Hace mucho tomábamos otra ruta, más corta, más directa, pero infinitamente más solitaria. Como he dicho antes, apenas se veía gente por las calles. Bueno, eso cambia cuando uno se acerca a las arterias principales de la ciudad un viernes por la noche. Tras cruzar una sola calle el panorama es completamente distinto. Decenas de personas caminan todas hacia un mismo punto, y nosotros no somos una excepción. De hecho, la razón por la que seguimos este camino y no otro es que es el mismo que elige mucha gente, y cada día tenemos la esperanza de encontrarnos con alguien con quien no estuviera previsto quedar y darle un giro de 180º a la noche. Aún no ha sucedido pero no por ello desistimos.
No tardamos mucho en llegar al corazón de la noche. Obviamente no nos hemos encontrado a nadie por el camino, pero no por ello hemos perdido la esperanza de que algo parecido nos suceda en algún bar, y quizás, si no saliéramos siempre a los mismos lugares igual nos pasaría de vez en cuando.
La noche se difumina entre cervezas, chupitos y algún que otro ron. Siento remordimientos. Sé que ahora ella estará en casa. Me dijo que no salía por las noches, no a los pubs por lo menos. ¿Y qué hago yo aquí? No voy a entrarle a ninguna mujer por mucho que beba y, supuestamente me desinhiba (un amigo me dijo una vez que no debería beber más de dos cervezas porque con más pierdo la poca gracia que tengo), cada noche me cansa más que la anterior y cada vez con más frecuencia, el día siguiente es un tormento más que un recuerdo agradable de lo sucedido la noche anterior.
Desanimado y cabizbajo vuelvo a casa. En la hora en la que la mayoría de los bares ha cerrado y en los que, por gracia y obra de ciertas licencias, pueden seguir abiertos se están formando las consabidas colas, las calles se encuentran aún más desiertas que de costumbre.
Puedo escuchar mis pasos, igual que puedo escuchar las persianas de los comercios vibrar al dejarlas atrás, es una de las delicias de andar sólo. El camino de vuelta se hace mucho más corto. El alcohol y la soledad se encargan de eso.
De nuevo cruzo la barrera. Ya estoy en mi barrio. Aquí sí hay movimiento. Un movimiento sospechoso que sucede de soslayo, siempre por el rabillo del ojo, escapándose entre subterfugios. Mejor no mirar. Ya aprendí eso hace muchos años.
Saco las llaves, intento abrir la puerta, como de costumbre necesito un par de intentos. Parece que la cerradura de este portal me odia. Subo las escaleras, único medio disponible en estos edificios de la dictadura, y abro la puerta de casa. El dichoso perro comienza a ladrar. Cada vez que alguien entra lo anuncia a los cuatro vientos, sin importar la hora del día o de la noche. Me dirijo hasta mi habitación donde duerme mi hermana intentando hacer el menor ruido posible. Me cambio, y tras los rituales habituales me acuesto. Un segundo antes de caer en el sueño profundo que me aguarda pienso, ¿de verdad ha merecido la pena?