Después de pasarme casi toda la madrugada pateándome el maldito google, filtrando búsquedas, mirando en páginas rarísimas y en fin, perdiendo la noche, constato que no hay absolutamente ninguna información sobre el colegio donde me enamoré mis primeras 14 ó 15 veces.
Algo imperdonable que me veo obligado a solucionar.
En cierto lugar, paralelo a la productiva calle La Unión se encontraba, hace ya varios años, un colegio situado en un lugar como sólo los colegios de aquella época sabían situarse. Bajo un edifcio de doce plantas, como un Atlas que hubiera sabido aprovechar el desnivel de la zona, mi colegio llenaba una esquina completa de la manzana alineando, algo que nunca nos pareció gracioso, las ventanas de los habitantes con las de los alumnos, dando a los primeros la posibildad de regar a voluntad a los segundos, siempre inferiores, y de advertir a los profesores sobre los chillidos de esas bestias inmundas que corrían tras pelotitas hechas con papel y cinta aislante.
Dos plantas y una sola línea necesitaba San Vicente de Paúl para albergar desde parvulito a octavo de EGB. Una plantilla de pocos profesores, remanentes de una privacidad que había sido expoliada hasta la denigrante situación por la cual los alumnos accedían a sus clases de forma gratuita, constituía el último bastión de defensa contra las siete clases de más de cuarenta imberbes que disfrutaban y sufrían a partes iguales de sus primeros años de presidio social.
Mi colegio vió momentos bastante buenos en los que las plantas rodeaban el patio de juegos, las fuentes te refrescaban durante el recreo y los alumnos podían jugar tanto al fútbol, al balocesto como al hockey (institución del lugar) sin necesidad de recurrir a su infantil imaginación.
Los años, como tantas otras cosas, pasaron, y las plantas se marchitaron, las fuentes dejaron de funcionar y posteriormente fueron retiradas, los barrotes del patio fueron combados y la única pista que mantenía algo de decencia la perdió en incontables violaciones por parte de los resentidos alumnos con dos cifras por edad. Y es que, volviendo a esa palabra tan pequeña, mi colegio tenía barrotes. Otros centros de enseñanza y adoctrinamiento mostraban verjas, pero las verjas se saltan. Nosotros teníamos unos barrotes que, por obra y fuerza de los alumnos que superaban el metro sesenta y cinco y los cincuenta kilos de peso, fueron dobladas y combadas para que hubiera varios puntos de acceso convirtiendo así, en un acto de rebeldía comunista, el patio del colegio en un lugar de disfrute para todo el barrio, punto de cotilleo de madres y de reunión de los niños que no pertenecían al mismo centro a pesar de vivir en la misma calle.
Eso nos facilitaba la compra de chucherías a Juan, un hombre al borde siempre de la jubilación que se dejaba robar por los más listos y robaba a los menos despabilados cobrando alguna peseta de más o colando envolutras de chicles sin el susodicho contenido.
En mi colegio también teníamos un elenco de animales de granja que buscaban la más mínima excusa para demostrar que el proceso de crecimiento humano seguía su curso natural dotando a sus brazos de la capacidad social de convencerte para que les dieras parte de tu bocadillo (que, si tenías mala suerte o poca edad, tu propia madre te entregaba a través de los susodichos barrotes), de un grato muestrario de lo que un profesorado puede llegar a ser con docentes que ejercicían la docencia y otros que optaban por la indecencia, unos practicaban el tiro con tiza y otros te enseñaban historia viniera o no a cuento.
Allí también se celebraban, como en tantos otros colegios de la época, las consabidas verbenas de final de curso donde los más mayores representaban indescriptibles coreografías con alguna canción de moda (o no) sonando en playback, para disfrute de padres y profesores y así alimentar de paso la carga hormonal de chicos y chicas de menor o igual edad.
Pero, al igual que los cursos, mi colegio llegó a su fin. Por encontrarse en la ya mencionada rocambolesca situación geográfica, la nueva ley, nuestra idolatrada LOGSE, decidió que eso de ubicarse debajo de viviendas no era muy propio para la educación de ningún posible votante, y menos aún para el orgullo de los que sí podían votar en breve, así que el colegio se cerró. A cal y canto literalmente. Yo estaba por aquél entonces en octavo, a punto de salir al mundo exterior y elegir instituto, peleándome con mis hormonas y enamorándome cada semana de una chica distinta (nunca me gustó hacer sentir a nadie discriminado), peleándome por decimonovena vez con mis compañeros de clase y escuchando Héroes del Silencio en los rincones del patio, olvidando de paso aprenderme las canciones de moda de un jovencísimo Alejandro Sanz para desesperanza de mis compañeras y sin ningún conocimento práctico de las relaciones sexuales para hazmerreír de mis semejantes masculinos.
El año internacional de la familia, cuando Bob Dylan publicó su tercer Greatest Hits, mientras que las muertes de Peter Cushing y Jack Kirby nos pasaban desapercibidas y La Máscara y Asesinos Natos llenaban los cines, nuestro colegió puso fin a su existencia.
Después de que los barrotes desaparecieran, el patio pasó a convertirse en lugar de transhumancia y espacio para un parque diminuto con dos columpios permanentemente maltrechos y algún tobogán demasiado grande para nuestros ya crecidos cuerpos. Con las ventanas emparedadas y la cadena Día haciéndose con el local nuestras posibilidades de reencuentro con la infancia se desvanecían en un mar de ofertas y de marcas de tercera.
Ahora, con una de esas tiendas de orientales abierta en el lugar, añoro los días en los que huía de mis agresores, intentaba besar a las féminas que me revolucionaban el estómago, mis sufridos profesores me castigaban sistemáticamente por pasar de las clases, mis compañeros de clase me ponían motes y yo se los ponía a ellos, hacía constantes chistes sobre los turgentes senos de algunas compañeras (ensayo precoz de una costumbre ya adquirida y refinada con los años) y me sumergía en esta sociedad de engaños, mentiras y traiciones, de dulzuras, besos en las mejillas y guiños en el patio.
Echo de menos a mis compañeros, a mis profesores, a los barrotes, a Juan, a Padilla que tan serio nos abría el portón cada mañana, los libros de Barco de vapor, El duende verde, las mentiras en los pasillos y las verdades de los patios... No queda nada de eso, sólo un recuerdo frágil como una copa de cristal que se usa demasiado. ¿Seguir bebiendo o guardar la copa? Brindemos una vez más, brindemos por San Vicente de Paúl y por nuestros recuerdos.
¡Salud!